Que este libro esté dirigido a las comunidades no es algo antojadizo. La defensa del patrimonio, a fin de cuentas, parte de ellas, y en ellas recae también, por su doble condición inherente de precursoras y herederas la responsabilidad de conservarlo. Porque las comunidades son, al mismo tiempo, emisor, canal y receptor de un mensaje codificado por el devenir de su propia cultura y por el paso inexorable de los años.
Resultaría sesgado tratar de abordar todo el proceso de protección, conservación y salvaguarda de los bienes patrimoniales de un país desde una sola perspectiva, pues son varios los actores encomendados a una labor en la que ya no se puede ser juez sin ser de algún modo parte.
Es por eso que este libro no es en realidad un libro, sino más bien la detallada transcripción de un diálogo, que existe y debiera seguir existiendo entre institución y comunidades. Pues solo a través de este intercambio, de saberes y valores, de normas y significados, es posible llegar a construir un espacio de trabajo en que conservación y desarrollo, tradición y modernidad, puedan coexistir sin excluirse ni menoscabarse.
Desde un punto de vista sociológico, el papel que juegan las comunidades locales en la conservación del patrimonio resulta fundamental para preservar la cohesión social,afianzar la sensación de pertenencia a un lugar y reforzar la identidad comunitaria de un determinado territorio posibilitando así su desarrollo sostenible.
Porque el patrimonio no puede ser entendido solo como un conjunto de bienes materiales almacenados en museos o catalogados como Monumentos Nacionales; existe también una escala de lo doméstico, de lo cotidiano, que genera cultura; una expresión fundamental de la identidad de una comunidad relacionada con su entorno”; una riqueza frágil, muchas veces irrecuperable, cuya custodia trasciende los criterios meramente estéticos para convertirse en un deber moral, un imperativo ético.
La memoria de los pueblos, todo ese conjunto de sueños, emociones, recuerdos, sensaciones, vivencias, tradiciones, significados y valores intangibles que conforman su acervo colectivo, no puede ser solo una materia inerte. Y es, precisamente, por ese dinamismo natural, inherente a toda creación humana, y de esa interacción vital entre el pasado y el futuro, que el patrimonio cultural de las comunidades debe resurgir convertido en un bien de incalculable valor turístico al ser apreciado como una fuerza positiva para la conservación de la naturaleza y de la cultura, mediante una gestión adecuada, sostenible, integral, responsable y consciente.
Eduardo Galeano lo describió de manera insuperable: “Cuando está de veras viva, la memoria no contempla la Historia, sino que invita a hacerla.
Más que en los museos, donde la pobre se aburre, la memoria está en el aire que respiramos; y ella, desde el aire, nos respira. La memoria viva no nació para ancla. Tiene, más bien, vocación de catapulta”.
Una catapulta que permitirá a las comunidades explorar nuevos horizontes sin descuidar su paisaje; trabajar por la conservación, protección y puesta en valor de todos los bienes materiales e inmateriales, culturales, naturales, urbanos, rurales y barriales, de la mano del Consejo de Monumentos Nacionales en un ejercicio de autoestima y supervivencia; y afrontar los desafíos del futuro con las mismas armas del pasado. Avanzar en defensa de lo propio, de lo genuino y de lo identitario. Retroceder siempre hacia delante.
Porque el concepto de patrimonio estático, monumental, está muerto. ¡Porque sin comunidad no hay patrimonio!